Hola, Feliz comienzo y buen mes de noviembre para todos, estamos de regreso con nuevas energías, buenas nuevas y muchas cosas más.
Bueno hoy arrancamos con un artículo super interesante y que nos ayuda a poner un poco a cada una los pies sobre la tierra.
Como siempre de la mano de Susi Grau que nos trae un aprendizaje y pone a reflexionar sobre nuestro trabajo.
Así que te dejo por aquí para que los leas a continuación.
Dicen que el roce hace el cariño, y es bien verdad.
Cuidar de los niños, estar en su día a día, compartir tantas pequeñas cosas…van haciendo que la niñera tome mucho afecto por ellos, y los niños a ella.
Esto está muy bien, es muy saludable y práctico. Siempre que no nos pasemos en el afecto, claro está. A veces, cuidar de ellos tan de cerca, difumina los límites entre ambos. La niñera, inconscientemente, los siente suyos, como si les uniera la sangre, o como si fueran hijos adoptivos. Los niños, a veces, también se confunden. Y esto ya no está tan bien.
La niñera tiene que tener presente siempre que no es su madre, ni su familia. Esto es muy difícil puesto que tiene que actuar como si lo fuera (tomar decisiones sobre su comportamiento, velar por su mayor bien, educarlos en valores…) pero realmente no lo es.
Recuerdo una de las casas donde trabajé como niñera, allá por la prehistoria de los tiempos…
Eran cuatro hermanos con un par de años de diferencia entre ambos. Tres chicos y una chica. Con algunos problemas de conducta. Sus padres, profesionales de la abogacía estaban dedicados a su profesión. Les querían, claro que sí, genuinamente. Pero no habían comprendido que ser padre o madre significa hacer sitio en la propia vida a esos hijos.
De manera que delegaban esa función en la escuela y en las sucesivas canguros que iban teniendo. Al poco tiempo de estar cuidando de ellos, los problemas de conducta mejoraron. El pequeño que no pronunciaba una palabra, se soltó a hablar. La maestra asombrada le preguntó a la madre, que le contó que yo estaba a su cuidado. Quiso conocerme y la madre feliz por este acontecimiento (la mejora de su hijo y de que fuera yo la causante). Primer punto empezando a torcer.
El chico mayor tenía enuresis, que desapareció a las pocas semanas. El mediano, tartamudeaba ligeramente y al poco tiempo, dejó de hacerlo. La niña era la que estaba bien, aunque con la autoestima algo debilitada (por un padre extraordinariamente exigente).
Como yo era muy jovencita, los abuelos maternos venían los primeros días a controlar el estado de las cosas. Estaban sorprendidos del caso que me hacían los niños. Esto no tiene misterio: si tienes claro que eres tú quien toma las decisiones y a la vez, respetas a los que te han de obedecer, se produce una situación de liderazgo. Los niños hacían lo que yo les decía porque confiaban en mí, sabían que yo elegía lo mejor, que les apreciaba sinceramente.
Así que los abuelos dejaron de venir. Todo funcionaba bien, el tiempo que había para hacer las cosas era pequeño (unas tres horas) pero íbamos bien coordinados, hacíamos buen equipo. Tiempo de contar cuentos y todo.
Desde casi el primer momento, me empezaron a llamar mamá. Segundo punto que señalaba problemas. Procuré no responder a este nombre y solo hacerlo si me llamaban por el mío. Pero muchas veces no podía hacerlo porque suponía un gran retraso en lo que estábamos haciendo.
Me pidieron que asistiera a algunas celebraciones en el colegio, iba con su madre que resplandecía al llevarme al lado (porque sus hijos habían mejorado mucho gracias a mí). Aquí ya le comenté a ella en alguna ocasión que no tendría que estar tan feliz de que una extraña trajera armonía a su casa (qué valiente fui ¿verdad?). Otro punto que avisaba de que los límites entre padres y niñera no estaban claros por su parte.
Llegó la primera Semana Santa (en España, sobre el mes de abril tiene lugar esta fiesta que dura casi una semana) y los padres querían irse a un viajecito. ¿Quién se iba a quedar con los niños?
Pues me lo pidieron a mí y como yo tenía una casita en el campo me dijeron que me los llevara allí conmigo, si mi madre no tenía inconveniente. Pues nos los llevamos. Nevó copiosamente y nos divertimos muchísimo. La relación con ellos se iba fortaleciendo, formábamos un buen equipo.
Pero comenzó a ocurrir una cosa muy alarmante: después del fin de semana (sobre el cual la madre se quejaba extensamente) los niños estaban rebeldes, desobedientes, nerviosos. Necesitaba uno o dos días para que volvieran a la normalidad. Y vuelta a empezar, después del fin de semana otra vez insoportables.
Vinieron alguna vez los abuelos y me contaban que los padres los llevaban mucho peor que yo, y preguntaban qué podían hacer ellos para poner alguna solución. Siguiente punto que señalaba que la cosa empezaba a ir muy mal.
Pasado un tiempo más, me di cuenta de que tenía que marcharme de aquella familia. Mi presencia y mis actos ayudaban a los niños a ser felices entre semana, pero les hacía sufrir el fin de semana porque experimentaban la diferencia –no del amor- sino del liderazgo.
Al cabo de un par de años yo los dejaría porque habría terminado mi carrera y comenzaría otra aventura, de modo que mirando por su propio bien, decidí que los tenía que abandonar en aquel momento. Al hablarlo con la madre, se asustó muchísimo, se ofreció a subirme el sueldo mucho (porque me pagaba poco) pero le dije que no era por el dinero sino por el bienestar de sus hijos. Sus padres eran ellos –le dije- y los niños tenían que asumirlo. Yo tenía un don natural para ejercer de líder, aquellos padres si lo tenían, no lo habían desarrollado.
Mi decisión era firme y no me convenció. También decidí irme de golpe, sin avisar. Creí que así los niños lo pasarían mal unos días o semanas pero que si me odiaban (en alguna medida) les sería más fácil acostumbrarse a estar sin mí. No tengo claro que fuera la mejor opción pero es la que escogí.
Al cabo de unos años me encontré a la madre por las calles de mi ciudad. Se alegró de verme. Me dijo que los niños estaban bien y que habían tenido un quinto hijo. Que habían tenido muchas canguros, que nunca me olvidaron.
Sin necesidad de que vuestra historia con los niños sea así de intensa, sí que es necesario a nivel emocional, que el afecto no traspase los límites de lo profesional. Esto requiere de un gran esfuerzo por parte de la niñera, desde luego. Pero que cueste no quiere decir que no pueda conseguirse.
El modo es acordarse todos los días de que son los hijos de otro. Mostrar afecto, confianza, respeto, pero siempre desde el aspecto profesional, es decir, que cuando termino de cuidaros yo tengo mi propia vida. Ir diciéndolo a los niños (esto se lo cuentas a tu madre, que yo solo soy la niñera, o una frase similar).
Y recordar todos los días que en un futuro los dejarás. Eso te servirá para ponerte en tu sitio, poner límites, hacer bien tu trabajo.
Cuidar de los niños, estar en su día a día, compartir tantas pequeñas cosas…van haciendo que la niñera tome mucho afecto por ellos, y los niños a ella.
Esto está muy bien, es muy saludable y práctico. Siempre que no nos pasemos en el afecto, claro está. A veces, cuidar de ellos tan de cerca, difumina los límites entre ambos. La niñera, inconscientemente, los siente suyos, como si les uniera la sangre, o como si fueran hijos adoptivos. Los niños, a veces, también se confunden. Y esto ya no está tan bien.
La niñera tiene que tener presente siempre que no es su madre, ni su familia. Esto es muy difícil puesto que tiene que actuar como si lo fuera (tomar decisiones sobre su comportamiento, velar por su mayor bien, educarlos en valores…) pero realmente no lo es.
Recuerdo una de las casas donde trabajé como niñera, allá por la prehistoria de los tiempos…
Eran cuatro hermanos con un par de años de diferencia entre ambos. Tres chicos y una chica. Con algunos problemas de conducta. Sus padres, profesionales de la abogacía estaban dedicados a su profesión. Les querían, claro que sí, genuinamente. Pero no habían comprendido que ser padre o madre significa hacer sitio en la propia vida a esos hijos.
De manera que delegaban esa función en la escuela y en las sucesivas canguros que iban teniendo. Al poco tiempo de estar cuidando de ellos, los problemas de conducta mejoraron. El pequeño que no pronunciaba una palabra, se soltó a hablar. La maestra asombrada le preguntó a la madre, que le contó que yo estaba a su cuidado. Quiso conocerme y la madre feliz por este acontecimiento (la mejora de su hijo y de que fuera yo la causante). Primer punto empezando a torcer.
El chico mayor tenía enuresis, que desapareció a las pocas semanas. El mediano, tartamudeaba ligeramente y al poco tiempo, dejó de hacerlo. La niña era la que estaba bien, aunque con la autoestima algo debilitada (por un padre extraordinariamente exigente).
Como yo era muy jovencita, los abuelos maternos venían los primeros días a controlar el estado de las cosas. Estaban sorprendidos del caso que me hacían los niños. Esto no tiene misterio: si tienes claro que eres tú quien toma las decisiones y a la vez, respetas a los que te han de obedecer, se produce una situación de liderazgo. Los niños hacían lo que yo les decía porque confiaban en mí, sabían que yo elegía lo mejor, que les apreciaba sinceramente.
Así que los abuelos dejaron de venir. Todo funcionaba bien, el tiempo que había para hacer las cosas era pequeño (unas tres horas) pero íbamos bien coordinados, hacíamos buen equipo. Tiempo de contar cuentos y todo.
Desde casi el primer momento, me empezaron a llamar mamá. Segundo punto que señalaba problemas. Procuré no responder a este nombre y solo hacerlo si me llamaban por el mío. Pero muchas veces no podía hacerlo porque suponía un gran retraso en lo que estábamos haciendo.
Me pidieron que asistiera a algunas celebraciones en el colegio, iba con su madre que resplandecía al llevarme al lado (porque sus hijos habían mejorado mucho gracias a mí). Aquí ya le comenté a ella en alguna ocasión que no tendría que estar tan feliz de que una extraña trajera armonía a su casa (qué valiente fui ¿verdad?). Otro punto que avisaba de que los límites entre padres y niñera no estaban claros por su parte.
Llegó la primera Semana Santa (en España, sobre el mes de abril tiene lugar esta fiesta que dura casi una semana) y los padres querían irse a un viajecito. ¿Quién se iba a quedar con los niños?
Pues me lo pidieron a mí y como yo tenía una casita en el campo me dijeron que me los llevara allí conmigo, si mi madre no tenía inconveniente. Pues nos los llevamos. Nevó copiosamente y nos divertimos muchísimo. La relación con ellos se iba fortaleciendo, formábamos un buen equipo.
Pero comenzó a ocurrir una cosa muy alarmante: después del fin de semana (sobre el cual la madre se quejaba extensamente) los niños estaban rebeldes, desobedientes, nerviosos. Necesitaba uno o dos días para que volvieran a la normalidad. Y vuelta a empezar, después del fin de semana otra vez insoportables.
Vinieron alguna vez los abuelos y me contaban que los padres los llevaban mucho peor que yo, y preguntaban qué podían hacer ellos para poner alguna solución. Siguiente punto que señalaba que la cosa empezaba a ir muy mal.
Pasado un tiempo más, me di cuenta de que tenía que marcharme de aquella familia. Mi presencia y mis actos ayudaban a los niños a ser felices entre semana, pero les hacía sufrir el fin de semana porque experimentaban la diferencia –no del amor- sino del liderazgo.
Al cabo de un par de años yo los dejaría porque habría terminado mi carrera y comenzaría otra aventura, de modo que mirando por su propio bien, decidí que los tenía que abandonar en aquel momento. Al hablarlo con la madre, se asustó muchísimo, se ofreció a subirme el sueldo mucho (porque me pagaba poco) pero le dije que no era por el dinero sino por el bienestar de sus hijos. Sus padres eran ellos –le dije- y los niños tenían que asumirlo. Yo tenía un don natural para ejercer de líder, aquellos padres si lo tenían, no lo habían desarrollado.
Mi decisión era firme y no me convenció. También decidí irme de golpe, sin avisar. Creí que así los niños lo pasarían mal unos días o semanas pero que si me odiaban (en alguna medida) les sería más fácil acostumbrarse a estar sin mí. No tengo claro que fuera la mejor opción pero es la que escogí.
Al cabo de unos años me encontré a la madre por las calles de mi ciudad. Se alegró de verme. Me dijo que los niños estaban bien y que habían tenido un quinto hijo. Que habían tenido muchas canguros, que nunca me olvidaron.
Sin necesidad de que vuestra historia con los niños sea así de intensa, sí que es necesario a nivel emocional, que el afecto no traspase los límites de lo profesional. Esto requiere de un gran esfuerzo por parte de la niñera, desde luego. Pero que cueste no quiere decir que no pueda conseguirse.
El modo es acordarse todos los días de que son los hijos de otro. Mostrar afecto, confianza, respeto, pero siempre desde el aspecto profesional, es decir, que cuando termino de cuidaros yo tengo mi propia vida. Ir diciéndolo a los niños (esto se lo cuentas a tu madre, que yo solo soy la niñera, o una frase similar).
Y recordar todos los días que en un futuro los dejarás. Eso te servirá para ponerte en tu sitio, poner límites, hacer bien tu trabajo.
TRUCO
ESCUCHAR DE VERDAD Esta es una actitud que cuesta de desarrollar porque no nos han educado en ella. Escuchar de verdad significa atender a lo que el niño me dice, sin interpretarlo. Ser capaz de ponerme en su sitio y comprender su punto de vista, de qué manera está sintiendo lo que le pasa. Centrarme en lo que me está diciendo con toda mi atención. Mostrar mi respeto y mi apoyo (aunque vea enseguida que está equivocado). Esta situación permite lo que técnicamente se llama acomodación, que es hablar en el lenguaje corporal y verbal, desde el mismo nivel que el otro. Si está enfadado, apoyar su enfado. Si está triste, apoyar su tristeza. Cuando percibimos que el otro nos escucha y no nos juzga, entonces dejamos de estar a la defensiva y nos abrimos a escuchar lo que quieran decirnos. Es en este momento y no antes, que podemos lanzar otras ideas sobre la situación, mostrar otras perspectivas, señalar otras emociones que expliquen lo que pasa. Entonces el niño se siente querido, comprendido, aceptado y ayudado. Esto fortalece la relación, la hace sana. Y es muy práctica: el niño confía en nosotros y nos cuenta todo lo que le pasa. Si hace esto, tenemos la oportunidad de ayudarlo en el día a día, en los pequeños detalles, para que vaya aprendiendo él mismo a gestionar sus emociones, a resolver sus obstáculos. |
Ha sido muy enriquecedor este artículo de Susi, nos hace recordar que no podemos olvidar quienes somos dentro de nuestro rol en la casa.
Gracias de nuevo Susi, siempre tienes algo nuevo que enseñarnos y nosotras algo nuevo que aprender.
Bueno espero tambien les haya ayudado este articulo, asi que nos gustaría saber sus comentarios y que les hizo reflexionar o aprender.
No olviden visitar a Susi Grau en su página web o en Facebook.
Nos vemos en la próxima publicación.
Besos,
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